A Julio Verne se le ha llamado el padre de la ciencia ficción. En septiembre de 1865 publicó De la tierra a la luna. En esta narración, ilustró el viaje al espacio 14 años antes de que George B. Sheldon solicitase una patente de un carruaje motorizado, 38 años antes de que Orville y Wilbur Wright lograsen su primer vuelo en Kitty Hawk, Carolina del Norte y más de cien años antes de que Neil Armstrong pusiese su pie en la luna y declarase, este es un pequeño paso para un hombre y un gigantesco salto para la humanidad.
La extraña agudeza del ingenio de Julio Verne es aún más increíble cuando usted considere que un francés como él lanzaría su nave espacial desde Florida. Además, su nave, básicamente era del mismo tamaño y peso que las empleadas en la expedición Apolo a la luna. En su novela, finalmente, hizo descender su nave en el Océano Pacífico, a cuatro kilómetros del lugar donde en realidad caería la nave Apolo 104 años más tarde.
Sin embargo, la perspicacia predictiva de Julio Verne palidece al contrastarse con los conceptos de la era espacial de las Sagradas Escrituras.
Antes de que los hombres siquiera aprendiesen a construir arcos de piedra, Dios trataba de vigorizar sus mentes con las glorias de ciudades celestiales. Estos audaces conceptos estaban tan fuera del alcance del hombre cuando Dios empezó el proceso de la gradual revelación que abarcaría los siglos desde Adán a Cristo.
Muchas veces y de muchas maneras se revelaría Dios a los padres por los profetas. Estas revelaciones fueron tan intrigantes que aun los ángeles desearon saber sus significados pero no les fue posible. Los profetas mismos investigaron y averiguaron diligentemente acerca del significado de estas revelaciones proféticas. El mensaje, sin embargo, era tan incomprensible que tuvieron que contentarse con sólo darse cuenta que el significado de sus inspiradas palabras era para generaciones futuras.
Cuando finalmente llegó el cumplimiento de los tiempos, y el mensaje de las edades al fin quedó totalmente revelado a la humanidad, éste estaba tan fuera del alcance de la mente finita que los niñitos serían capaces de aceptarlo mientras que la clase intelectual institucionalizada no lo haría.
En noviembre de 1928 un inventor norteamericano llamado Nikola Tesla dijo,
Ningún cohete llegará a la luna, salvo por un milagroso descubrimiento de alguna explosión de mucho mayor energía jamás conocida hasta ahora. Y aun cuando se produjere el combustible adecuado, todavía se tendría que demostrar que el cohete opere a 272 grados C. bajo cero -la temperatura del espacio interplanetario.
Sin embargo, los niños no se preocupan por problemas tan complicados ni por detalles científicos. En consecuencia, ellos serían mucho más fácil de convencer que a los científicos tocante a la realidad de los viajes espaciales.
De modo similar, las glorias de ciudades celestiales son casi invisibles para el endurecido intelecto de aquellos que el mundo considera sabios y prudentes. Esto se encuentra tan fuera del alcance de la sabiduría terrenal que tenemos que renacer para verlo. Tenemos que convertirnos y ser como niños. Tenemos que abandonar el frío y estéril almacenamiento de conocimientos que hemos recibido en unos cortos siglos, y por fe brincar a una nueva dimensión donde podamos mencionar cosas que no existen como si existiesen.
Las Sagradas Escrituras enseñan que, ...la fe es la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven (Hebreos 11:1, Versión Reina-Valera, 1909).
Para los que están limitados a la tierra, esto es una idea increíble de proporciones desmesuradas. Sustancia invisible parece un disparate en vez de la realidad. Aquellos que son de este mundo convocarían al creyente a un debate que, en su ignorancia, ellos establecerían como hechos incontestables. Al hacerlo así, pasarían por alto el principio fundamental mediante el cual Dios habló para que existiese el universo, sucediesen los milagros de la historia y sea posible que el hombre imperfecto y pecador alcance una buena relación con el Dios perfecto y sin pecado.
El mayor obstáculo para la justificación del hombre mediante la fe es su inclinación hacia la autojustificación.
Siempre y cuando tengamos una hoja de higuera que nos cubra, nos aferraremos a ésta con desesperación antes de que caigamos desnudos, en completa derrota y nos cobijemos en la misericordia de Dios. Desafortunadamente, lo que ya hemos hecho significa más para nosotros que lo que Dios ha prometido hacer.
Tales antecedentes montan el escenario para lo que muy bien puede ser el más espectacular experimento de todos los tiempos. Dado que albergamos falsos conceptos de nuestra propia grandeza y fatales equivocaciones de nuestras capacidades, Dios nos dio un período de Ley. Esta Ley fue ideada por él para que fuese un ayo que nos condujese a la justificación por medio de la fe. Se propuso alejarnos del error y de la frustración terrenales y guiarnos hacia las alegrías y victorias celestiales.
Por mil quinientos años Dios nos permitió probar la suciedad fabricada en la caldera amarga de nuestra imperfección. El pacto de la Ley fue y es un pacto de muerte.
Posteriormente la Ley trajo muerte a 3,000 israelitas el día en que Moisés la entregó. Más tarde trajo muerte a los levitas que habían afilado sus espadas para matar a aquellos pecadores que habían infringido la Ley, y por último, a Moisés el dador de la Ley, también le trajo muerte: por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios.
Aunque apenas había empezado el experimento, la Ley trajo muerte a toda esa generación.
A lo largo de los siglos vinieron los miles y millones que se meterían en el coliseo de este mundo en la dispensación de la Ley para medir sus fuerzas y su destreza contra el gran gladiador del pecado. Cada uno caería en el lamentable y patético residuo de su propia sangre coagulada.
No fue un experimento placentero. Desde luego que no era ese su propósito. La Ley fue concebida para hacer desesperar al hombre. Fue inventada para irritarnos durante quince fútiles siglos.
Fue un AYO,(1) un instructor, no un maestro sino un esclavo.(2) Sería un siervo de mano dura que nos haría tan miserables que nos tornaríamos a Jesús. Ese era el propósito de la Ley. Nos azotaría dejándonos dolorosas heridas, las cuales nos conducirían desesperadamente a Jesús y a los principios trascendentales de su reino celestial.
Con este fin le invitamos a estudiar la Ley. Si lo hacemos adecuadamente nos llevará a Cristo para que seamos justificados por la fe. Nos transportará de la dimensión del tiempo a la eternidad. Nos alzará para sentarnos con Cristo en los lugares celestiales. Nos permitirá reinar con él en un reino donde ni la polilla ni el orín corrompen y donde ladrones no minan ni hurtan.
En las propias palabras de Cristo, te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños (Mateo 11:25).
Traducción de la voz griega paidagogós que significa "el que guía a los niños", pero que no alude a la figura del maestro (didáskalos)....En los dos pasajes en que Pablo utiliza esta palabra (I Co. 4:15; Gá. 3:24), le da un sentido peyorativo. En el primero, establece un contraste entre su propio papel como padre espiritual y el de los muchos "ayos". En el segundo no quiere decirnos que la ley educa a los hombres para Cristo (esto sería labor del didáskalos), sino que la ley ocasiona las transgresiones, y conduce a los hombres a la situación en la que la gracia de Dios quiere salirles al encuentro. Una vez confiados a tal gracia, sería ilógico volver atrás a la etapa inmadura del ayo (Diccionario ilustrado de la Biblia, Edit. Caribe, p. 62).
Este esclavo era una clase especial de siervo. Era una persona encargada de custodiar niños y cuidar de su crianza. Tenía toda la autoridad del amo para conducirlos y confinarlos, si era necesario, en beneficio de los propios niños. Este esclavo era el responsable de la educación de los hijos de su amo para que mostrasen así una buena conducta.